Ad portas de viajar a Talca (Chile) para grabar mi segundo disco, y de paso pasar por Iquique a tocar, me vino a la cabeza el recuerdo de aquella noche en que tuve que dormir en la estación de buses de Arequipa camino a Lima, ciudad donde radico hace casi un año.
El bus arribó a las dos de la madrugada. Venía dejando Bolivia después de haber vivido ahí 3 años. Di vueltas y vueltas decidiendo si me iba a un hostal o esperaba a que amaneciera dentro del recinto para continuar el periplo, pues no pude tomar un bus directo a Lima desde Puno debido a un paro de obreros en Juliaca (cercanías del lago Titicaca). La sonrisa de una muchacha que vendía en una de las tiendas del interior parecía la forma de olvidar el tiempo esperando a que amaneciera. Dejé mis bultos en una cafetería y pedí algo para tomar y comer, como para desprenderme al menos de una preocupación
bastante pesada. Mientras degustaba la empanada y el té decidí finalmente quedarme. Y es que no era la primera vez, porque varias otras veces esperar también se redujo a un té caliente y alguno que otro bocadillo en medio de gente que, a modo de bultos inmóviles sobre las sillas y los rincones más disimulados de una estación de buses, intentaba capear el frío nocturno. Es como si desde un tiempo a esa parte hubieran ido ocurriendo los sucesos de manera cíclica, con nuevos personajes y nuevos lugares, pero vueltas a “casi” lo mismo una y otra vez.
bastante pesada. Mientras degustaba la empanada y el té decidí finalmente quedarme. Y es que no era la primera vez, porque varias otras veces esperar también se redujo a un té caliente y alguno que otro bocadillo en medio de gente que, a modo de bultos inmóviles sobre las sillas y los rincones más disimulados de una estación de buses, intentaba capear el frío nocturno. Es como si desde un tiempo a esa parte hubieran ido ocurriendo los sucesos de manera cíclica, con nuevos personajes y nuevos lugares, pero vueltas a “casi” lo mismo una y otra vez.
De ahí que concluyera que en el viaje pareciera que pasa de todo y que todo ese todo es grandioso. Como si de un Deux Ex Machina se tratara. Una revelación aparente de hechos de los que no nos hubiéramos percatado detenidos. Al final es solo pirotecnia que permite mitificar más de la cuenta hechos tan cotidianos como lavar los calzoncillos en un baldecito porque no hay tiempo para lavanderías ni agua suficiente para ducha y lavado. Suceso que fácilmente puede pasar en cualquier parte. Descubres ¨mundos¨, como si una ciudad o pueblito visitado con calles y autos viejos fuera un mundo nuevo o un volver al pasado. O como si un lago en medio de los Andes fuera el paraíso perdido, y no es más que ojos postales impresionados ante una foto vendida hace años. Por ese motivo me detuve y decidí quedarme en Bolivia tanto tiempo, para conocer el contexto y a la gente, que importan más que una ruina milenaria. Para vivir ese cotidiano pero en un contexto ya no de viaje sino de residencia temporal o indefinida. No lo tenía claro en ese momento.
Sin embargo, y a pesar de todo, surge el problema del extranjero. Cosa que no tiene porqué ser un asunto negativo, salvo que quieres simplemente que te llamen por tu nombre y no que seas solo el chileno, o el español, o el argentino.
El viaje es una experiencia sobrevalorada, pero inevitablemente vital siempre que vayamos deteniéndonos a pensar, porque sino se vuelve solo un asunto contemplativo que va matando la capacidad crítica de todo. Es autoengañoso. Por un lado te hace sentir vital y lleno de conocimiento nuevo y tácito, pero por otro no conoces nada en su real profundidad, solo te queda la experiencia personal superficial, medio hueca. Algo siempre falta. La necesidad de arraigo deviene y pelea con el desarraigo inicial y si no deviene te lo quita el mismo viaje, porque aunque quieras ser parte de un nuevo lugar los otros que son nativos se encargan de aclararte todo llamándote extranjero. Pero aquí surge una paradoja, pues ese mismo personaje que te tilda de foráneo está desarraigado en sus entrañas y no es de ninguna parte, porque el latinoamericano nació confundido. No sabe de dónde es y si dice saberlo busca clasificarse reactivamente. No es una acción creativa. Es reactiva, contradictoria, púgil. Nacimos derrotados. Por eso cualquier cosa sirve para subirse el ego.
Por ejemplo, yo no soy exiliado político ni he vivido una guerra civil como muchos de mi generación. Soy hijo de migrantes que llegaron del sur de Chile a Santiago en plena época de dictadura militar. Nací un tiempo después de que Pinochet cambiara la constitución de ese país. Soy de algún modo hijo de ese proceso de cambio, de esa operación mental que se le hizo a Chile. De ese doble desplazamiento. Y de ahí deviene un origen confuso, medio en el aire. Muchos de nosotros nisiquiera sabemos la historia genealógica familiar. Está cortada. Y si alguien la sabe deviene de un proceso migratorio o belicoso. El asunto es hasta qué punto dicha historia es nuestra también. Infinidad de respuestas sobrevienen a mi cabeza en estos momentos.
Sin embargo, y a pesar de todo, pensar en volver a vivir indefinidamente en una ciudad de Chile o el mundo es una idea que no está presente aún. De algún modo desplazarse y parar se ha trasformado en el motivo de todo. El nuevo disco está sembrado ya y son todas estas ideas las que lo alimentan. Grabo y salgo al ruedo otra vez. Por ahí va la respuesta probablemente: en la obra.
Nos vemos en la ruta.
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